A lo largo de los años, Juan Luis había ido adquiriendo una preocupante, inquietante y hasta suicida mala costumbre: preguntarse “el por qué de las cosas”.. No es que se preguntara por todo lo que llegara a su pobre y vapuleado cerebro… ni que hiciera una profunda y sesuda selección de cuanta información machacara sus cortas y limitadas entendederas.. en realidad, no tenía ni puta idea de cómo se producía dicho proceso selectivo en su confusa mente… !ni de los motivos por los cuales había adquirido aquel hábito tan pernicioso y desafortunado!.. “Un hábito mucho más peligroso y perjudicial que fumar como un descosido o follar como un poseso y sin preservativo alguno” –se decía, frecuentemente, a sí mismo-.. Más aún cuando casi nunca (por no decir nunca), encontraba, para sus múltiples y reincidentes preguntas, alguna respuesta apabullante o simplemente convincente… y para las cuales (y con frecuencia), Juan Luis (para no frustrarse o desmoralizarse), acababa escogiendo la primera respuesta, mínimamente coherente que tuviera a mano, e incluso, en casos de emergencia, recurría a inventársela, directa y sencillamente.
Era aquella una fría mañana de finales del mes enero. Aún no había amanecido cuando Juan Luis salió de su casa; iba abrigado y tapado hasta las cejas.. Mientras caminaba hasta su coche (que siempre tenía que dejar lejos, en el quinto pino), se recreó en la casi completa soledad de la calle aún casi vacía.. Y es que, como todas las mañanas, reparó en que sus únicos y madrugadores acompañantes eran unos seres bajitos, más o menos peludos, y de cuatro patas y rabo, que correteaban por las aceras y escasos jardines, mientras sus dueños, ateridos, adormilados y hasta empijamados, los vigilaban a cierta distancia o los acompañaban con visible resignación y/o absoluta desgana.. Algunos de aquellos juguetones perros (porque eso eran aquellos seres peludos), le resultaban conocidos a Juan Luis (no así sus dueños, en los que apenas se fijaba).. se los encontraba también cuando volvía a casa tarde y ya muy avanzada la noche..
Y en su habitual mala costumbre, Juan Luis se preguntó, ¿por qué sólo veía aquellos perros a horas tan extrañas e intempestivas?, ¿por qué no se los encontraba, como antaño, por las mañanas, al mediodía o por la tarde, jugueteando, correteando o paseando por las calles, los jardines o el cercano parque de su barrio?.. Esta vez tuvo suerte Juan Luis, y la respuesta a sus preguntas se abrió paso, con facilidad, entre su enmarañada y aún poco despierta sesera: “Los perros, desde hacía mucho tiempo, habían dejado de ser el mejor amigo del hombre.. las múltiples campañas, las airadas protestas y las severas y restrictivas normativas en su contra, los habían ido convirtiendo en un enemigo-público, responsables de todo tipo de males, enfermedades, molestias y agresiones.. !y a sus dueños, en cómplices vergonzantes y avergonzados!”.. “Lamentable pero, desgraciadamente, frecuente en una sociedad hipócrita y burguesa, que disfruta y se enorgullece de buscar y encontrar inocentes sobre los que descargar y trasladar sus propias culpabilidades y miserias” –se dijo Juan Luis-..
Y un tanto orgulloso y relajado por la celeridad y claridad de su respuesta, prosiguió el camino hasta su coche..
Pero no había andado más allá de una veintena de metros, cuando otra pregunta irrumpió en atribulada cabeza, ¿por qué los perros tienen rabo?.. Esta vez, Juan Luis no tuvo tanta suerte.. !y su mente se atascó, hasta tal punto, que tuvo que detener sus pasos, incapaz de responder y caminar al mismo tiempo!..
Un tanto agobiado, buscó con presteza algo útil entre los archivos de su desordenada memoria.. encontró algo entre los recuerdos de ciencias naturales de bachillerato, y otro poco en recuerdos de vídeos de National Geographic.. especies animales que utilizaban el rabo como instrumento y herramienta, como los monos, para facilitar su traslado de rama en rama, o las vacas, para quitarse de encima a los insectos molestos.. Pero Juan Luis no recordaba que los perros tuvieran alguna aspiración o habilidad “simiesca o tarzanera”, ni tampoco tenía constancia alguna de que fueran capaces de utilizar dicho apéndice como defensa.. !ni contra el más liviano insecto!.. Quizás –pensó Juan Luis- en el caso de los perros había que buscar el por qué de su rabo en motivos más elevados y trascendentes.. quizás emociones y/o sentimientos.. “Joder –se dijo a sí mismo- qué mal camino para encontrar una respuesta (sobre todo, a estas horas de la mañana).. de ahí a empezar a preguntarme por su derecho al voto o a recibir una pensión digna, !sólo hay un escaso paso!”..
Aturdido, bloqueado y, sobre todo, !congelado por el puto frío de los cojones!, Juan Luis comenzó a sentir una conocida y experimentada sensación de mareo indefinido.. Por instinto, se acercó y se agarró a la farola más cercana, esperando a que pasara aquel momento ansioso y angustioso.. !pero aquella no era su mañana!.. unos temblores comenzaron a subir por sus aflojadas piernas, anunciando unos inminentes y ruidosos estertores de su afligido estómago.. mientras su sangre parecía detenerse y congelarse, hasta teñir de una lividez cadavérica su ya desencajado rostro..
Entregado y a punto de potar el café y los dos croissant del desayuno (que pugnaban por salir disparados, desde su alborotado interior hasta los helados pies de la farola), Juan Luis imploró una callada y desesperada oración, una llamada de socorro.. !Y algún ente cósmico debió apenarse de su lamentable estado, y decidió acudir en su ayuda!.. Una luz comenzó a iluminar los casi infinitos y apagados rincones de su mente.. Una luz, al principio tenue y silenciosa, que fue aumentando en claridad, intensidad y brillo, hasta dejar su cerebro tan iluminado como el recinto de una feria..
Fue entonces cuando oyó aquella sonora, firme y cálida voz que le decía: “Juan Luis, los perros tienen rabo para poder moverlo, !eso es todo!”..
!Y tanto que era todo.. todo lo que Juan Luis necesitaba en aquellos instantes!.. una respuesta clara, sencilla, concisa.. !y correcta!.. Y cual conjuro o ensalmo milagroso, sus estertores y temblores cesaron.. y comenzó a sentir cómo su sangre volvía a fluir con fuerza, hasta colorear de nuevo sus mejillas.. Y hasta una solitaria lágrima (quizás de agradecimiento), cayó desde sus ojos hasta el frío y duro suelo..
Mientras reemprendía el camino hasta su coche, Juan Luis encendió un cigarrillo y aspiró una profunda (y hasta excesiva) calada que inundó sus ya congestionados pulmones.. al expulsar, con fuerza contenida, aquella primera bocanada de mortífero humo, Juan Luis se hizo un serio y firme compromiso: “Tengo que dejar este maldito vicio..!o algún día acabará dándome un serio disgusto!”.
Lo que aún no está claro es a qué “maldito vicio” se refería Juan Luis, en esos momentos.. !y mucho menos aún, si, alguna vez, tendría fuerzas para, definitivamente, dejarlo!